En el rico otoño cultural de Madrid, podemos visitar una muestra importante de la obra del pintor vasco y universal: Zuloaga en el París de la Belle Epoque (1889-1914). La sala Mapfre de Recoletos no solo nos acerca a su obra, con una buena representación de sus lienzos, sino que también nos acerca a su época, Europa, en concreto, París a finales del siglo XIX y principios del XX, a través de la obra de sus contemporáneos.
Es una época de cambios, de convulsiones estéticas y políticas, de transformaciones sociales y económicas que harán de nuestro viejo continente algo muy distinto.
Supone el inicio de una sociedad que va directa a un gran conflicto, en la que se cuestionan modelos de poder, formas políticas y donde el Gran Capitalismo adquiere una presencia fundamental.
Todo va unido, como en los cuadros de Zuloaga, tradición y modernidad, apego a lo rancio y deseo de cambiar, una aristocracia decadente y una burguesía en ciernes, un arte atado a lo clásico y uno que rompe moldes a pasos agigantados.
Ignacio Zuloaga nació en Eibar en 1870, en una España muy conservadora, y ya desde joven vivirá en París, la capital del arte, donde reside cerca de 25 años, y se convierte así en un pintor universal. Ya de vuelta a España, el final de su vida lo pasará entre Segovia y Madrid, donde morirá en 1945, a los 75 años de edad, habiendo sido testigo de grandes conflagraciones mundiales y una guerra civil.
La posteridad no le perdona haber sido retratista del General Franco, y en cierto modo se le relega por ello. Además representaba una España negra con la que muchos no quieren identificarse, negra, tradicional, rural y atrasada.
Todo ello hace olvidar que fue un pionero en muchos planteamientos artísticos, que se formó desde muy joven para ser un gran pintor, con sus inicios en Roma ciudad en la que ya estaba a los diecinueve años, con pintores españoles como Nonell y Rusiñol,
De familia de artistas (su tío Daniel Zuloaga, renombrado ceramista) y por lo tanto inquieta, vivió su llegada a París como un auténtico choque con la tradición que veía en España. Su primeros retratos, Artista con sombrero, Mujer de Alcalá de Guadaira, irán absorbiendo poco a poco las novedades de la capital francesa. Son figuras impresionantes, que hacen un retrato psicológico de la sociedad.
Llama la atención El viejo verde o Mis tíos y mis primos, donde ya la influencia del Impresionismo ha aclarado su paleta. Siempre conservando su huella tradicional, cuadros todos ellos de grandes dimensiones.
Zuloaga fue contemporáneo de Sorolla, pero ambos presentaban una España bien diferente. Consiguieron en el mismo año de 1909 exponer en la Hispanic Society de Nueva York, por el interés que A. Huntington prestaba a la obra de ambos. Expusieron por separado. La muestra de Sorolla fue un éxito arrollador, y la de Zuloaga tuvo muy pocos visitantes en proporción. Presentaban dos España muy distintas, una vista a través de la luz de un valenciano ya universal, Sorolla, y la otra a través de la paleta oscura de un vasco, Zuloaga.
Y esa es la idea que teníamos de Zuloaga. Pero en esta exposición lo vemos de otra manera, con todo lo aprendido en París, colores impresionistas que van calando en su paleta (Charles Maurice y su mujer) retratos con un toque fauvista (El casco de oro). Se ve que en París respiraba aires de libertad.
Para que recordemos lo que pasaba entonces, la muestra nos trae cuadro de Emile Bernard, pintor fauvista, al que Zuloaga retrata como si de un cuadro del mismo Bernard se tratara.
La condesa de Mathieu de Noailles es la imagen de la exposición, una imagen sensual, procedente de una mirada moderna y menos tradicional, pero que no puede del todo soltar lastre del puro arte español del siglo XIX. Y así sucede con otros retratos femeninos, de gran tamaño todos ellos, alargados, reflejando personalidades que imponen, con miradas atrevidas y desafiantes en un mundo eminentemente masculino todavía, frente a paisajes tradicionales, casi todos segovianos. La modernidad de Retrato de un violinista, sobre un fondo neutro en tonos ocres, despeja toda duda sobre la dirección que está tomando la obra de Zuloaga, ya en 1910.
En las salas de la muestra, por cierto que llama la atención lo mal iluminados que están los cuadros, siendo un montaje tan valioso, siguen apareciendo contemporáneos de Zuloaga, Paul Gauguin, Serusier, Rusiñol, El escultor Rodin (tan amigo del pintor vasco y con el que intercambiaba obra). Es un conjunto que demuestra lo bien que encaja Zuloaga entre estos artistas de sobra conocidos y reconocidos.
Y también aparece en la muestra ese interés de Zuloaga por el coleccionismo, llegó a tener obras del Greco, Zurbarán, Veláquez y Goya, fiel reflejo de su interés y estudio perpetuo por la pintura española de todos los tiempos.
Cuando regresa a España, como muestran las últimas salas, vuelve a la tradición, a las raíces, se ve claramente en El reparto del vino, en La merienda, donde la modernidad persiste en los rostros pero algo se ha vuelto a adueñar de los paisajes y fondos: lo más puramente español, su tradición folclórica. La muestra más clara de esta vuelta es el duelo de Celestinas que los comisarios Leyre Bozal y Pablo Jiménez han querido ofrecer entre Picasso y Zuloaga. Una suerte poder ver en directo la obra de Picasso, de su etapa azul, expresionista, frente a esa escena rural de la Celestina de Zuloaga, provocadora y casi ofreciendo una mirada compasiva de una realidad terrible que afectaba al mundo femenino.
La retina se queda con los magníficos paisajes con figuras de El juez de Zamarramala, o El alcalde de Torquemada, con los amarillos de Mujeres de Sepúlveda, o la imponente efigie del político francés Maurice Barrés, al que coloca frente a Toledo.
Pero el visitante también se queda con esa nueva sensación de haber redescubierto a un pintor relegado a los tópicos de la más pura tradición española, recordado por los perfiles de Falla y del mismo pintor reproducidos en billetes españoles durante la dictadura de Franco. Un pintor al que en su país, no se le organizó la primera monográfica hasta 1926. Su obra y él mismo están mucho más allá de nuestras fronteras, enriquecida por la realidad artística del París de la Belle Epoque.